jueves, 30 de octubre de 2014

EL VIIº PRÍNCIPE DE CONDÉ




CONDÉ_VIIº Príncipe de / 7ème. Prince de_Louis IV Henri de Bourbon-Condé, VIIº Príncipe de Condé y Príncipe de La Sangre, XIVº Duque de Bourbon, IXº Duque de Montmorency, XIº Duque de Guisa, VIº Duque de Bellegarde, VIIº Duque d'Enghien y d'Albret & Par de Francia, XXVIº Conde de Sancerre y XXIVº Conde de Charolais, Señor de Chantilly (Palacio de Versailles, 18-08-1692 / Castillo de Chantilly, 27-01-1740).

Hijo y heredero del duque Luis III de Borbón, 6º Príncipe de Condé, y de Mademoiselle de Nantes, Luisa-Francisca de Borbón (hija legitimada del rey Luis XIV de Francia y de la Marquesa de Montespan), tuvo por hermanos a Carlos de Borbón-Condé, Conde de Charolais, Luis, Conde de Clermont y a Luisa-Elisabeth, Princesa de Conti. Casó en primeras nupcias con Maria-Ana de Borbón-Conti, y en segundas con la Princesa Carlota de Hessen-Rheinfels-Rottenburg.

Se le describió de altura normal, lo que es de subrayar en la familia de Condé dada la herencia genética de Clara-Clemencia de Maillé-Brézé, que otorgó muy a menudo a los miembros de esta familia una pequeñísima estatura. Sin embargo, los desarreglos mentales permanecieron aunque éstos iban menguando a medida que las generaciones se sucedían en el tiempo. Se sabe que el príncipe tenía el rostro huesudo y la voz ronca. Hasta la muerte de su padre, Luis IV Enrique de Borbón-Condé ostentó oficialmente el título de "Duque de Enghien", para luego recibir autorización regia de tomar el título de "Duque de Borbón", título que, sea dicho de paso, prevaleció sobre el de Príncipe de Condé por cuestión de gusto.

Fue la célebre Duquesa de Orléans, Princesa Palatina Elisabeth-Carlota de Baviera, familiarmente apodada "Liselotte" quien, en sus cartas, le describió tal que así: "Un extraño pájaro, muy alto, huesudo, enjuto cual una astilla de madera, el cuerpo curvado, cortísimo, las piernas largas como las de una cigüeña y sin gemelos, los ojos horrendamente rojos, las mejillas vaciadas, el mentón tremendamente largo, de tal forma que parecía no pertenecer al rostro, y gruesos labios; en pocas palabras, una fealdad que incluso en la corte no se encuentra con frecuencia. Con esto, el personaje posee mucho vigor, mucho talento para los ejercicios del cuerpo más aún que para los del espíritu, grandes conocimientos y mucha aplicación en los asuntos..."

A sus 18 años de edad, recibe todos los cargos y gobiernos que, dos años atrás, su padre Luis III de Condé había tenido en heredad de su padre el Príncipe. A los 23 entra en el Consejo de Regencia, aliándose al regente Felipe II de Orléans, contra su tía Ana-Luisa-Benedicta que maniobraba e intrigaba para conservar el rango de "Príncipe de la Sangre" de su marido el Duque du Maine.

En 1713, a la firma del Tratado de Utrecht que fuerza a Francia a renunciar a sus pretensiones sobre el trono de España, Luis IV Enrique de Borbón-Condé escribe al rey que "nadie dispone del derecho de pretensión más que Dios mismo y que no pertenece a ningún rey el privilegio de decidir quien debe suceder a quien."


El Príncipe y los Bastardos Reales


Asedia al Regente, que parece mostrar cierta lentitud y dejadez ante los príncipes legitimados que conforman el bloque conservador y rival en la Corte, pretendiendo echarle de la regencia y ocupar su puesto al timón:

Borbón:-"Señor, finalmente mantendréis palabra?"

Orléans:-"Paciencia, Primo Mío, por qué impacientaros de este modo? Conozco de sobras las ganas que tenéis de rebajar a los príncipes legitimados, vuestros tíos. Sé también que, cuando pretendía a la regencia, os prometí mi apoyo."

B-"Basta ya! Ya no me haréis esperar más con vuestros hermosos discursos. Me dais cien palabras y no cumplís ni una sola. ¿Acaso os habéis vuelto sordo y ciego ante las calumnias vertidas contra vos por las gentes de Sceaux?"

O-"Las picaduras me dejan indiferente."


B-"Decid mejor que deseáis acomodaros con vuestra esposa que, sobre todas las cosas, se le ve aún más bastarda que sus hermanos!"

O-"Vigilad vuestras palabras, Monsieur. Que seáis mi pariente y mi aliado no os concede privilegio para estas libertades. ¿Debo recordaros que vuestra madre es hermana de mi esposa? Cuando se tiene a una Marquesa de Montespan por abuela, no se puede uno abrochar demasiado alto el botón. Tomadlo de otra forma, sin altanería, o me haréis enfadar de verdad."


Las Duquesas


El Duque Felipe II de Orléans, acabará harto de los repetidos asedios del Príncipe de Condé. Para atraerlo en su campo antes de la sesión parlamentaria que debía determinar sobre la suerte de la regencia, le promete obtener, tan pronto como tenga en sus manos las riendas del poder, la anulación de las actas de 1714 y 1715 que conferían a los bastardos legitimados el derecho a suceder en el trono y el rango de príncipes de la Sangre. Pero el gesto le repugna de tal modo que no consigue resolverse a cumplir con su promesa. Orléans no desea infligir semejante desagravio a su consorte quien, mal amada por sus hijos, tiene por su verdadera familia a sus hermanos. Sabe que, además, los bastardos no le amenazan mientras él no pretenda despojarles de forma tan radical de sus privilegios. El regente ve con claridad el asunto y esta querella tan solo se debe a un odio entre mujeres. A un lado se encuentra Madame la Duquesa, viuda de Luis III de Condé, y al otro lado la Duquesa du Maine. La primera, convertida por matrimonio en princesa de la Sangre, trabaja para allanar el camino a sus hijos; la segunda, nacida princesa de la Sangre, y obsesionada por conservar el rango, asedia a su marido y a sus fieles "Caballeros de La Mosca de Miel" (fantasiosa orden caballeresca creada por ella para honrar a sus más leales amigos que frecuentaban su pequeña y brillantísima corte del castillo de Sceaux). Pero de hecho, la historia viene de más lejos aún. A la muerte del príncipe Enrique III Julio de Condé, el demente que hizo infernal la vida a su familia, se habían tardado meses y meses para establecer un inventario de sus inmensos bienes y para desenmarañar su sucesión, puesto que el príncipe Luis III, apodado "el Simio Verde", no podía pretender hacerse con el pastel entero de la herencia; sus hermanas, hambrientas, entre las cuales se contaba a la Duquesa du Maine, reclamaban a voces sus partes correspondientes. Desgraciadamente, Luis III se había hecho con toda la herencia desde hacía mucho sin pensar, ni un solo momento, proceder al reparto de la herencia principesca. No hizo falta nada más para que hermano y hermanas se enemistasen y se peleasen de forma tan terrible. Dado que al morir Luis III de Condé, la herencia pasa a ser de su heredero Luis IV Enrique, el espinoso asunto persiste y se prolonga de una generación a otra.


La Victoria


Tras la revocación de los edictos que instituyeron como sucesores al trono a los bastardos legitimados, en el caso de que desaparecieran las ramas legítimas y colaterales de la Casa Real, el Príncipe de Condé pretende abatir a sus rivales de forma completa. Pretende, además, hacerse con la superintendencia de la Educación del Rey Luis XV. Este cargo tiene que depender, por norma, del Primer Príncipe de la Sangre, y quién mejor que él para pretender a este puesto. Felipe II de Orléans, bajo su aparente inconsecuencia, es un hombre regido por la prudencia y un avezado político. Para obtener la regencia sin reparto de poder, ha adulado al Parlamento de París. En este caso, le es menester el apoyo de los príncipes de la Sangre y de los duques y pares para ir contra sus antiguos aliados. Sin embargo sabe que, el que pide ha de dar algo a cambio: a los pares, la supresión del odiado rango intermedio y, al cuervo de Luis IV Enrique de Condé, la superintendencia de la Educación del Rey. El asunto acaba por zanjarse y viene, finalmente, el golpe de gracia: si el Duque du Maine no posee más derechos que los que están ligados a su paridad ducal, el Mariscal-Duque de Villeroy, que posee una paridad mucho más antigua, no puede servir bajo sus órdenes. La petición es justa y todo el mundo se pone de acuerdo en este punto. El regente sentencia salomónicamente y el clan Borbón-Maine estalla iracundo. Es entonces en este punto de inflexión, cuando se produce el enemistamiento entre el regente y los Duques du Maine, y se plantan las semillas de la conspiración de "Cellamare", llevada a cabo por y bajo la batuta de Ana-Luisa-Benedicta de Borbón-Condé, duquesa du Maine. Cuando ésta será descubierta, los duques serán encarcelados. Para colmo de revancha, la duquesa du Maine lo será en las tierras mismas del Duque de Borbón: primero en Dijon, luego en Châlons. Pero esto no parecerá contentar al cuervo de Condé, que desea como trofeo la mismísima cabeza del cojo duque du Maine. De la cárcel siempre se acaba saliendo. De hecho, los esposos serán liberados un año después de su cautividad. Mientras tanto, el Duque de Borbón dará su último golpe al clan de Borbón-Maine, haciéndose con el cargo de Gran Maestre de la Artillería.

El Duque de Berry (nieto de Luis XIV y tío de Luis XV), bastante descuidado como era costumbre en él, le había reventado un ojo al Duque de Borbón durante una cacería. Habiéndose enriquecido gracias al sistema financiero de John Law, provocó la bancarrota de éste cuando exigió que le devolviese sus inversiones al contado: 60 millones en oro. Aquello provocó el descrédito del sistema y toda la obra de Law se desmoronó, dejando Francia más pobre que antes contando algunas excepciones particulares. Sesenta millones para Luis IV Enrique de Borbón-Condé, cinco para Luis-Armando II de Borbón-Conti... Un día en que presumió de su cuantiosa fortuna personal, uno le replicó que "si él tenía el dinero, sus antepasados tenían la gloria".

Pese a ser una persona notablemente inteligente, era bastante indiferente en materia financiera y dejaba a sus financieros la gerencia de sus pingües beneficios en su nombre.


La Muerte del Regente


El Rey Luis XV llora a moco tendido sobre el hombro del Duque de Borbón, ese cuervo tuerto que por norma le provoca cierto repelús físico cuando le ve. Su Majestad llora, y el Duque, superintendente de su educación y primer príncipe de la Sangre, irradia felicidad. Finalmente, el poder se ofrece a él: el duque de Orléans ha muerto fulminado por una apoplejía, en la noche del 2 de diciembre de 1723. No se puede uno librar a la sistemática destrucción, piedra a piedra, de la obra levantada por su predecesor en el gobierno a lo largo de ocho años. Pero si sienta bien administrar sin amarguras la herencia, hay que saber también mirar hacia el futuro. Si el joven Luis XV viniera a fallecer, ¿qué sería del clan de los Condé? En el orden sucesorio, es el duque de Orléans, hijo del difunto regente, quien ceñiría la corona, y sus hijos después de él. A los Condé no les quedaría más que su hermoso castillo de Chantilly para plantar coles... Raudo y veloz, el Duque de Borbón se ha propuesto ante el entristecido monarca para colmar el vacío dejado por el difunto al frente del Gobierno de la Nación. No pudiendo ser regente, dado que el rey ha dejado de tener 13 años de edad, será primer ministro y primer príncipe de la Sangre. Suena entonces el final de la influencia del clan Orléans... El escenario pertenece a los Condé. La madre de Luis IV Enrique tomará entonces su revancha, tomando la delantera sobre su hermana pequeña a la que tuvo que ceder el paso durante 30 largos años. Que su hijo no entienda nada de política, que el pueblo le odia, poco le importa!


Los Asuntos de España


Tiempo llevaba ya el clan Condé planeando romper esas bodas franco-españolas que aureolaban con insolente gloria la Casa de Orléans. El 9 de febrero de 1724, el rey Felipe V de España había abdicado en favor de su hijo primogénito el Príncipe de Asturias, Luis I, entonces desposado con una princesa de Orléans. Se había cumplido el sueño de la Duquesa de Orléans: el de despertarse un día siendo la madre de la reina de España. Desgraciadamente, Luis I de España tuvo un efímero reinado: siete meses después, fallecía de viruelas y su viuda era devuelta a Francia sin haber dado herederos al trono de Las Españas. Pero, hasta su último día, aquella pécora que eructaba en las narices de cortesanos y embajadores, conservará en la corte francesa su rango de reina y nada ni nadie podía hacerla descender del pedestal. De esto enrabian Madame la Duquesa de Borbón y sus hijas, que deben doblegarse ante las exigencias de la etiqueta y curvar el lomo ante aquella indecorosa soberana. Para empeorar las cosas, Felipe V había acordado el matrimonio de su otro hijo con la hermana de Luisa-Isabel de Orléans, Mademoiselle de Beaujolais, de entonces 9 años de edad y que posee tantas virtudes como malas maneras tiene su mayor.


La Boda del Rey

Luis IV Enrique de Borbón-Condé no se muestra dispuesto a seguir sufriendo del triunfo de los Orléans, eclipsando a su propia casa. Lejos de mostrar paciencia, pues el joven rey puede en cualquier momento caer otra vez enfermo y contraer alguna fiebre maligna que le lleve a la tumba, se propone asegurar la sucesión real del Borbón primogénito (Luis XV). El Duque de Borbón tiene bastante audacia y baraja casar a una de sus hermanas con el soberano: Enriqueta de Borbón-Condé, Mademoiselle de Vermandois, o Elisabeth de Borbón-Condé, Mademoiselle de Sens, son candidatas ideales a reinas de Francia y eso sería un golpe magistral en el que los Condé conseguirían finalmente la supremacía sobre sus rivales Orléans, pudiendo rebajarles los humos.

Sabía de sobras que si Luis XV viniera a fallecer sin hijos (pues ya andaba prometido con la Infanta de España, Doña María-Ana Victoria de Borbón), la corona sería automáticamente ceñida por el Duque Luis I de Orléans, un personaje tachado de "tonto" que pasaba por ser un "mea-pilas" y un beato que provocaba no pocos comentarios jocosos entre la alta sociedad parisina, al tener una actitud y un modus vivendi estrafalario y original. Sobretodo era conocido el odio recíproco entre las dos casas principescas, un odio vigilante, y el Duque de Borbón sentía cierta desesperación ante la idea de tener que poner rodilla en tierra ante un Orléans. Ese único pensamiento le revolvía las entrañas y soliviantaba su orgullo. Y si el difunto regente Felipe II de Orléans no vió ningún impedimento en la abismal diferencia de edades entre el joven Luis XV y la niña Ana-María Victoria de España, que posponía para mucho más adelante la posibilidad de una descendencia regia, Luis-Enrique encontraba en ese asunto demasiados inconvenientes. ¿Se podía acaso barajar la idea de devolver la infanta a Madrid?

Entró entonces en escena la amante del Duque de Borbón, Agnès Berthelot de Pléneuf, Marquesa de Prie. Ésta no aprueba el plan de su amante y opta por designar una princesa más humilde que una Condé, que le fuera agradecida de por vida y sobre la cual pudiera extender su influencia. Hacía falta, para eso, encontrar a una Isabel Farnesio pero sin el temperamento de aquella humilde princesa parmesana que luego tumbó a la Princesa de los Ursinos. Se barajaron entonces toda una serie de princesas, entre las cuales figuraba la hija del destronado rey Estanislao I de Polonia. El monarca polaco, expulsado del trono, arruinado (tenía sus bienes embargados por su rival sajón, Federico-Augusto I "el Fuerte"), tenía una hija de 22 años, dulce y conciliadora, sin belleza ni fortuna. La Marquesa de Prie apostó entonces por ella y la presentó a su amante como la candidata ideal para que ambos conservasen la influencia política en la corte. El Duque de Borbón no es tan mala persona como se le ha podido describir; tiene el carácter de un hombre que busca el bien del reino, hasta donde sus luces le permitan llegar. El problema es que esas luces son extremadamente cortas y, cuando la marquesa habla, la pasión que resiente por ella hace que éstas se apaguen de inmediato. En ciego confiado, no ve más allá de sus propias narices y escucha los consejos de su amante como si fuesen los mejores, y no los discute. Su favorita le propone coronar cuanto antes a la polaca? Con gusto sacrifica entonces la alianza que habría sellado la fortuna de su casa. La elección está hecha.

La realidad es que Luis-Enrique de Borbón, al quedarse viudo de su primera esposa, planeaba él mismo casarse por segunda vez y precisamente con la princesa María Lesczcynska de Polonia, pero sus aproximaciones fueron tan discretas y tan mal seguidas que el ex-rey Estanislao I Lesczcynski no quiso creer en sus intenciones, o no les quiso dar importancia, dada su situación (bastante mala), pareciéndole demasiado bonito para que fueran verdad. El Duque de Borbón, a sus 33 primaveras, no era desde luego un galán que tumbase a las damas: de voz ronca, paseaba su enjuta carcasa jorobada sobre un par de zancos, y un rostro de rasgos ingratos, con una fealdad que asustaba, para colmo tuerto, coronaban el conjunto nada halagüeño de este hombre de altísima cuna y grandiosa fortuna. Tenía a su favor el ser príncipe de la Sangre, y primer ministro de Su Cristianísima Majestad, además de poseer un don para las finanzas (sus 60 millones daban fe de ese don) antes del descalabro de John Law. Pero andaba totalmente dominado por su amante, la Marquesa de Prie, hija de un proveedor del Ejército, y tan bella como él era feo, tan inteligente como él limitado, ambiciosa para los dos, amiga y protectora de artistas y escritores, anunciando en cierto modo el reinado de la Marquesa de Pompadour.

Madame de Prie pensaba que María Lesczcynska sería una excelente esposa para el Duque de Borbón; su modesta belleza y su carácter reservado, serían la garantía de que ésta no la eclipsaría en el corazón de Luis-Enrique.

Estanislao I estimó, con gusto, que el asunto iba viento en popa cuando, repentinamente, llegó al castillo de Wissemburgo, el 24 de febrero de 1725, el pintor Pierre Gobert, retratista de los grandes de este mundo. Venía enviado el artista por la propia marquesa de Prie, para realizar lo más rápidamente posible el retrato de la princesa. Para el ex-rey de Polonia, no cabe duda de que el Duque de Borbón pretende saber qué aspecto tiene su futura esposa, que no conoce. La marquesa hizo entonces llegar una misiva a Wissemburgo, para dar fe que el retrato había gustado.

El lunes 2 de abril, un correo trae a Estanislao I una carta lacrada a las armas del Duque de Borbón. El ex-soberano descubre que el duque pide la mano de su hija, no para él, sino para el Rey Luis XV de Francia. La impresión es tal que Estanislao I cae desmayado.

Para todo el mundo, esta boda es obra del Duque de Borbón y de su amante la Marquesa de Prie, demasiado felices de entregar al Rey una princesa desconocida, sacada de las tinieblas, del olvido y de la miseria, y que les debe enteramente su fabulosa ascensión al Olimpo Versallesco y que, por supuesto, les sería eternamente agradecida y dócil.


La Caída en desgracia


El Rey acaba por hartarse de tener en su corte a tan ambiciosos parásitos como el clan de los Condé. De lo que más se resiente, es de la presencia de la Marquesa de Prie, y de sus acólitos los banqueros Pâris-Duverney y Pâris-Montmartel, un par de hermanos usureros que dictan el buen o mal tiempo, según las necesidades pecuniarias de la Corona. Harto de que otros gobiernen en su nombre, Luis XV ha alcanzado sus 16 años de edad, la edad de imponer su ley y su voluntad. El Duque de Borbón, que desde hace 3 años gobierna Francia (desde la muerte del regente Felipe II de Orléans), se cree irremplazable, inamovible. Si al menos supiera hacerse respetar y amar mediante una buena gestión de los asuntos públicos... Pero, por lo visto, el poder le ha corrompido y se ha servido ampliamente en el Tesoro Público, acumulando más oro, traficando sobre los cereales y, como en tiempos de Law, no piensa en otra cosa que en enriquecerse. El prudente Fleury, obispo de Fréjus y preceptor del Rey, deja que el duque haga y deshaga a su antojo en los asuntos, a sabiendas que él solito está hundiendo su propio navío. Fleury deja caer algunos comentarios, bien diseminados en sus conversaciones con su real pupilo, y Luis XV toma nota de que ha llegado el momento de escoger. De hecho ya ha escogido y tomado su decisión de forma inapelable pero nadie sabe nada aún, ni siquiera la Reina quien, si estuviera al corriente, se echaría a sus pies para pedir conservar al duque. Dice el refrán que ser agradecido es de bien nacido, y la consorte del monarca lo tiene muy presente; por lo que toca a Luis XV, nada debe al Duque de Borbón.

El 12 de junio de 1726, la carroza real espera en el Patio de Mármol del Palacio de Versailles, para llevar a Su Majestad al castillo de Rambouillet, donde suele acudir para sus cacerías. A las tres de la tarde, Luis XV acaba de comer y despide con extrema amabilidad a Luis-Enrique, rogándole que no tarde demasiado en reunirse con él para jugar a las cartas al anochecer. Cuatro horas más tarde, cuando el duque está a punto de salir de su despacho, su carroza esperandole, ve aparecer a su puerta el Duque de Chârost, capitán de la Guardia, quien le entrega una carta sellada. Inmediatamente, Luis IV Enrique de Borbón, 7º Príncipe de Condé y Duque de Borbón, comprende que ha caido en desgracia y que esta noche no podrá acudir a Rambouillet, ni mañana a Versailles, ni a la corte. Se le deja escoger: o a la Bastilla o exiliarse en sus tierras de Chantilly de por vida, hasta nueva orden del Rey. La Marquesa de Prie ha sido previamente exiliada y morirá de puro aburrimiento, pocos años después.

El duque ha acumulado los errores al frente del Gobierno de Su Cristianísima Majestad: impuestos ilegales, tasas sobre los bienes de la nobleza y del clero, creación de una milicia en vistas de una posible guerra contra España y Austria, persecución de los protestantes,... Su gestión resulta harto desastrosa, excepto para su bolsillo, evidentemente. Es inmediatamente reemplazado por el honorable y prudente Cardenal Hercules de Fleury, antiguo mentor y preceptor del Rey, al timón del Estado.

Condenado a residir hasta su muerte en su finca de Chantilly, pasa sus últimos años consagrándose a trabajos científicos, sobretodo en química e historia natural. Permanecerá siendo, hasta su muerte, Gran Maestre de la Orden de los Caballeros Templarios, orden que, curiosamente, había sobrevivido en la sombra y el anonimato desde su condena en el siglo XIII. En la Gran Maestría había sucedido, irónicamente, al Duque du Maine, su gran rival y enemigo fallecido en 1736. Luis-Enrique será a su vez sucedido en este puesto por Luis-Francisco de Borbón, Príncipe de Conti, su sobrino carnal.

Luis IV Enrique tuvo al menos una curiosa obsesión: creyó firmemente que se reencarnaría en un caballo. Desde entonces, no reparó en esfuerzos y dinero para otorgar a su finca de Chantilly las más bellas cuadras de Francia. Tras 16 años de titanescas obras, entre 1729 y 1735, el arquitecto Jean Aubert dejó acabados suntuosos y monumentales edificios hoy conservados y considerados como los mejores ornamentos de la arquitectura clásica francesa. En la actualidad, las Grandes Cuadras de Chantilly dan cobijo al Museo Viviente del Caballo. También estuvo tras la fundación y creación de la Manufactura de Porcelanas y del Hospicio de Chantilly. Avaro como de costumbre, hizo embellecer y reformar el castillo de Chantilly por la administración de los Reales Edificios de Su Majestad.

Fallecido en 1740, un rumor correrá afirmando que su muerte no fue por causas naturales, aunque ningún archivo pudo confirmar dicho rumor, ni probarse.




viernes, 10 de octubre de 2014

EL VIº PRÍNCIPE DE CONDÉ



CONDÉ_VIº Príncipe de / 6ème. Prince de_Louis III de Bourbon-Condé, VIº Príncipe de Condé y Príncipe de La Sangre, XIIIº Duque de Bourbon, VIIIº Duque de Montmorency, Xº Duque de Guisa, Vº Duque de Bellegarde, VIº Duque d'Enghien y d'Albret & Par de Francia, XXVº Conde de Sancerre y XXIIIº Conde de Charolais, Señor de Chantilly (Hôtel de Condé, París, 18-10-1668 / Pont-Neuf, París, 12-03-1710 ?). Fue el nieto del "Gran Condé" y heredero de su casa entre 1689 y 1709 con el título de Duque d'Enghien, aunque en realidad se le conocía bajo el título de Duque de Borbón, ya que llevó éste casi toda su vida. Dedicado al oficio de las armas, fue agraciado con el rango de coronel del Regimiento Bourbon-Infantería (1686), ascendido a mariscal-de-campo (1690), luego a teniente-general (1692) y finalmente Gobernador de Borgoña y Gran Maestre de Francia a la muerte de su padre (1709). Luis XIV le concedió el honor de ingresar en la Orden del Espíritu Santo en 1686, sin embargo perdió el título familiar y cortesano de "Monsieur le Prince" a favor del Duque de Orléans convertido en Primer Príncipe de La Sangre y presunto heredero al trono como representante de la rama Borbón-Orléans, que ocupaba el 2º lugar en la sucesión a la Corona después de la rama primogénita reinante.

Se le conocía en la corte con el título de "Monsieur le Duc" (Señor Duque), por poseer el ducado de Borbón, siendo hijo del entonces Duque de Enghien y de Albret, Enrique III Julio de Borbón, futuro Vº Príncipe de Condé, y de la Princesa Palatina del Rhin Ana-Enriqueta de Baviera-Palatinado-Simmern.

En 1685, contrajo matrimonio con una de las hijas legitimadas del Rey Luis XIV y de la Marquesa de Montespan: Luisa-Francisca de Borbón, conocida con el nombre de "Mademoiselle de Nantes" (1673-1743), y de la cual tendría nada menos que 9 retoños; a destacar entre éstos: el futuro VIIº Príncipe de Condé Luis IV Enrique (también conocido como Luis-Enrique I de Condé), Carlos, conde de Charolais, Luis, conde de Clermont, y Luisa-Elisabeth.

Tiene por hermanos a Ana-Luisa, duquesa du Maine, a María-Ana, duquesa de Vendôme, y a Maria-Teresa, princesa de Conti.

Casado a sus 17 años, se convierte en 1686, a la muerte de su abuelo el "Gran Condé", en el presunto heredero de la Casa de Condé, con el título de duque de Enghien, teniendo 18 años. Participa en 1692 en la batalla de Steenkerque y, el mismo año, a la edad de 24 años, se convierte en padre.

UN MONSTRUO

Tan joven y con tan solo 17 años, se muestra increíblemente violento, colérico, brutal, morboso, con un mal disimulado apetito por el sufrimiento ajeno. Sin embargo, nada se dejó al azar para transformar en príncipe modelo al sombrío y secreto vástago de Enrique III Julio de Borbón-Condé, el demente, y de Ana-Enriqueta de Baviera-Palatinado-Simmern, la mártir. Sacado a los 7 de entre los faldones de las mujeres, siguió hasta los 15 las enseñanzas de los padres Jesuitas que, desde tres generaciones, forman a los herederos de la Casa de Condé. En su prestigioso Colegio de Clermont, poseía, como todos los internos, una habitación pero no residía en ella y se hacía llevar a clase dos veces al día. Le impartían lecciones de Historia Antigua y geografía, la grandeza de su país y su sitio en el Mundo, el latín, el griego, y algo de física. Nada de deporte, aún menos clases de música. Un secretario tomaba notas en su lugar, con tal de que los deberes no le cansasen ni le aburriesen. De vuelta al palacete del Petit-Luxembourg, donde residía su familia, encontraba prestos para secundarle en sus esfuerzos o para distraerle si así lo deseaba, a dos preceptores jesuitas, un profesor de caligrafía, un profesor de baile y cantidad de oficiales subalternos deseosos de prepararle sus deberes y cálculos. Tantas disposiciones aportaron, sin embargo, pocos frutos; el joven príncipe se encuentra a menudo aquejado de una salud delicada, siendo nervioso, irritable en exceso, y poco dispuesto a la concentración más allá de un momento sobre un mismo tema o materia.

Sus enfermedades y sus deformidades físicas le sirven de excusa para ser perezoso. Tiene los hombros desiguales, y le tuvieron que poner botines especiales ya que el peso de su propio cuerpo tendía a arquearle las piernas.

Se le perdonaban sus exigencias y su malignidad. Sus hermanas y sus criados se dejaban torturar por él sin atreverse a corregirle, sufriendo que les pegase, les escupiera todo tipo de insultos a la cara y que los maltratase tanto física como mentalmente. Tan solo respetaba a su madre, piadosa y dulce, noble en su desgracia, y a Monseñor el príncipe Luis II de Condé, su abuelo.

Si todas aquellas lombrices, que reptan a los pies del Rey Luis XIV, creen que irá en contra de su naturaleza para complacer a los poderosos, se equivocan. Siempre aparece en la corte con una actitud ostensiblemente hostil: se precipita con violencia a través de los salones y cámaras, partiendo a los grupos y asambleas como una proa desgarrando las aguas, sea entrando como saliendo de ellas, con riesgo de darse porrazos contra los que se cruzan en su camino, imparable. El enano ni siquiera tiene figura para comprar el perdón ajeno por su comportamiento incivilizado y exento de cortesía. Considerablemente más pequeño que el más enano de los hombres, aparece gordo sin ser obeso, la cabeza enorme, la faz nada agraciada, afeada y de semblante terrorífico, con un cutis amarillento, de un amarillo lívido, con expresión furiosa e infernal. Con esto, tan contrahecho... que tiene joroba tanto por delante como por detrás. Tan feo es que los cortesanos de Versailles le apodan "el Simio Verde". Tiene una cara que delata sus vicios, y sus maneras son más propias de un convicto que las de un príncipe. Resulta su semblante tan repulsivo, y su carácter tan insufrible, que ninguna dama en su sano juicio, por mucha gloria que conllevase unirse a él, desearía vivir bajo su dependencia. Provocaba el temor y el asco, más que el respeto en sus interlocutores. Dicen que es ciertamente orgulloso, audaz, con ingenio, con lectura, algunos restos de una excelsa educación, de buenas maneras y alguna que otra gracia cuando quiere. Pero la maldad exhala por todos los poros de su cuerpo, como el sudor baña la frente del moribundo, y el mundo no se fía de él. En París, las prostitutas le temen más que la propia sífilis. Insultos y crueles comentarios salen a borbotones de su boca, para divertirse y para complacer su enorme orgullo que no parece tener cabida en su cuerpo. Azota, muerde, araña, gustando mezclar el olor de la sangre con la de sus eyaculaciones. Su ferocidad pasa por ser una virtud de su grandeza, y su cualidad de príncipe de la Sangre le protegen mejor que cualquier coraza. El Rey jamás dejará que arrastren a su yerno ante un tribunal. Que violase o asesinase en plena calle, se daría pronta orden para acallar el asunto y cerrar el caso. Tan solo se enfrentaría a una real reprimenda o a un breve exilio en sus tierras. Cuando el Rey no requiere de su presencia, reside en su castillo de Saint-Maur, donde se estableció a partir de 1694, para huír del agobiante mundillo de Chantilly. Allí reinan golpes, malos tratos, insultos, y hay que acostumbrarse o cambiar de protector...

EL ASESINO

De hecho, viola y asesina, no en plena calle, pero si a plena luz del día. Un día, en el burdel de La Chevalier, las complacencias de una putita no parecieron contentarle; sacudió a la chica, propinándole una paliza para reblandecerla y volvió a cabalgarla. Pero la cosa no pareció ir a su gusto; la prostituta tenía el temperamento tan generoso que, en ella, el duque no parecía sentir nada:


"Ah! esto, descarada, de dónde sacas esta gruta en la cual uno se pierde? Tu empleo consiste en calentar y alentar los ardores, y tú los ahogas en una marisma! Sabes tu lo que cuesta el no satisfacerme?"
Y la chica palidece bajo el violento carmín que maquilla sus mejillas: "Mi Señor, por Dios..."

Y el enano, transfigurado en un demonio liliputiense con rictus sardónico, empezó a vomitar insultos mientras ella, que aún no tenía 15 años, le miraba totalmente petrificada. Blasfemando, babeando como un animal rabioso, desgarrando cojines y dispersando las plumas, parecía cual zorro destrozando un gallinero. Ese enano contrahecho, de color limón podrido, el culo al aire bajo su corta camisa, las piernas lívidas, pastosas, el vientre hinchado y los pies como garras, gritó: "Ningún perdón para las malas obreras! Voy a educarte a mi modo!"

Al Duque de Borbón siempre le gustaba encanallarse en compañía, siempre temeroso de que le diera un patatús ya que solían darle a menudo, y por eso exigía que hubiese gente a su alrededor en sus momentos más íntimos. Así que sus dos comparsas, que andaban trajinando tranquilamente con sus respectivas putillas en los dos divanes dispuestos en los ángulos de la habitación, tuvieron que detenerse y atender a las órdenes del príncipe: "Agarrad fuertemente a esta señorita! Lo que pienso meterle, al menos, ella lo notará!"

Y el duque metió en la vagina de la chica, prontamente atada de pies y manos a las columnas de la cama, un enorme petardo con la mecha encendida. La desgraciada lo notó tan bien que reventó, aunque le hicieron falta tres largas horas para rendir su último aliento, el vientre reventado y vaciándose de toda su sangre.

Sin inmutarse, el yerno del Rey, encantado de su fechoría sangrienta, regresó a Versailles para acostarse con su deliciosa esposa, festejando al día siguiente su 18º cumpleaños y su primer aniversario de boda. El asunto tuvo una escandalosa repercusión, hasta llegar a oídos del propio monarca...

LA BODA



Los Condé habían apostado y puesto sus esperanzas sobre Luisa-Francisca de Borbón, Mademoiselle de Nantes, hija legitimada del Rey, desde que el Príncipe de Conti se casara con su hermana, Mademoiselle de Blois. Luis III de Borbón tiene entonces 17 años cumplidos; su inclinación por la mala vida es tan notoria que, si se espera demasiado para casarle, acabará por perder toda reputación y el Rey desestimará su candidatura. De este modo, Luis II, Príncipe de Condé, asedia al monarca tan estrechamente como si la salvación del Reino dependiese de su aprobación. Su insistencia, sus buenas maneras, sus halagos, su servilismo dan mucho de que hablar en la corte. Parece que el tiempo en que los príncipes altaneros intentaban desbancar las prerrogativas del Rey, haya pasado a mejor vida... Obviamente, el "Gran Condé" esperaba borrar, mediante este matrimonio, la mala impresión que el recuerdo de la Fronda ha dejado un poso amargo en el ánimo del Rey.

La prometida mira asombrada al hombre con el cual le acaban de casar. El Duque Luis III de Borbón bizquea de un ojo y, bajo el otro, una enorme verruga peluda ha aparecido. De asco, la joven princesa se sobresalta, soltando la mano del marido. En el gesto, cae de su 4º dedo el anillo de oro cincelado, se desliza, cae en la alfombra y rueda sobre el pavimento de mármol de la capilla. Los murmullos estallan entre los presentes. Sacerdotes y servidores se precipitan sobre la alianza cual halcones sobre su presa. Luis III retoma la mano furtiva y, deslizando sus dedos hasta la muñeca, más arriba aún, bajo las mangas de encajes, pellizca el brazo de la novia hasta amoratarlo. Luisa-Francisca intenta apartarse sin llamar demasiado la atención de los demás; pero él la retiene con fuerza. Enormes lágrimas en sus ojos, la princesa se muerde los labios en un intento para no gritar de dolor. Luis III, con un rictus en los labios, de su mano derecha le pasa el anillo.

La noche de bodas no será más que una comedia. La flamante Duquesa de Borbón aún es una chiquilla, una niña. Tras la ceremonia religiosa, todo el mundo tiene que asistir a un concierto y, luego, asistir a la Cena del Rey. Se ha dado orden que no se consuma el matrimonio inmediatamente: habrá que esperar a que la hija del Rey cumpla sus 13 años, a menos que sus primeras menstruaciones aparezcan antes de lo esperado. Desflorar a una cría no es nada, pero someter su cuerpo a los rigores del sexo antes de que pueda procrear, la dejarían estéril. Se recomienda al novio la abstinencia. El duque se desnudará en el salón del Gran Apartamento, al final de la galería. Su Majestad le entrega la camisa de dormir y, de pasada, constata con estupor sus deformidades. De acuerdo con su nuera, la Delfina, el Rey y ella llevan a los novios hasta la cama nupcial. Se echan las cortinas, se cierran las puertas para, enseguida, reabrirlas, sacar a los recién casados del nido y llevarlos, cada uno por su lado, a sus respectivos aposentos.

La unión no se consumaría hasta 1686, pero una epidemia de viruelas hace estragos entre cortesanos y príncipes. No pudiendo llevarse a la Princesa de Conti, la Muerte se venga llevándose a Luis-Armando I de Borbón, Príncipe de Conti. A punto de fallecer estuvo también la Duquesa de Borbón, contagiada de viruelas. Para evitar cualquier contagio, su marido rehuye su habitación y no se quita jamás el pañuelo que aprieta bajo sus narices. Durante el día sale de cacería para combatir el contagio con el aire puro y el esfuerzo físico. Es su abuelo quien cuidará de ella, y quien caerá víctima de viruelas... La Duquesa de Borbón escapará de las garras de la Muerte.

MILITAR Y CORNUDO



Luis III de Borbón se distinguirá durante las batallas de la Liga de Augsburgo, y en particular en Steenkerque y en Neerwinden.

En 1692, en la batalla de Steenkerque, da muestras de valía: es él quien dispondrá las tropas en orden de batalla, contribuyendo al éxito de las tropas del Mariscal-Duque de Luxemburgo. Pese a esa mención, y a su retorno a Versailles, los honores de la victoria honran a su primo, el Príncipe de Conti. Éste tiene a todas las damas a sus pies, incluída la esposa de Luis III de Borbón. Celoso, este último deja preñada, año tras año, a su esposa para disuadirla de tener amantes. Los rumores circulan... Francisco-Luis de Borbón-Conti parece haber obtenido algún que otro encuentro con la Duquesa de Borbón. Dado que no puede capturarle y someterle a tormento, ordena a sus numerosos espías que le sigan de cerca noche y día...

LA MUERTE

Luis III poseía todas las cualidades necesarias para dejarle entrever su porvenir y el de sus hijos, en la mayor de las esperanzas: el rango, el genio militar, el gusto por los asuntos públicos... Su esposa decidió entonces acercarle al Delfín. Poco a poco, parecía dibujarse la figura del próximo reinado, y sonreír a los Condé. Luisa-Francisca pensaba gobernar al Delfín y, gracias a esa influencia, su marido podría hacerse con el control de los ejércitos y del Estado. Era, desde luego, contar sin la Parca.

Desde hacía dos años, un tumor venía devorándole el cerebro, provocándole insufribles e indescriptibles migrañas oftálmicas hasta el punto de querer arrancarse los ojos. Perdió gusto por sus bacanales subidas de tono, y cada vez parecía menguar su razonamiento. Durante un tiempo, para contentar a sus médicos, se avino a tomar únicamente leche de vaca, cinco veces al día, y un día a la semana leche de burra. Pero se asqueó a fuerza de vómitos y volvió a sus comidas habituales.

Fallecería en pleno carnaval, haciendo horribles muecas, mientras cruzaba el Pont-Neuf en su carroza, el 12 de marzo de 1710*. Un año atrás, su demente padre había pasado a mejor vida, convirtiéndole en el 6º príncipe de Condé. Viuda la Duquesa de Borbón, se encuentra finalmente libre y con ganas de llevar adelante sus intrigas para alcanzar el poder a través de su hijo y heredero.

(*)_Distintas fuentes dan distintas fechas de su fallecimiento. Unas lo sitúan el 12 de marzo, otras el 4 de mayo, y el 11 de octubre.

 


miércoles, 8 de octubre de 2014

EL Vº PRÍNCIPE DE CONDÉ




CONDÉ_Vº Príncipe de / 5ème. Prince de_Henri III Jules de Bourbon, Vº Príncipe de Condé, Primer Príncipe de La Sangre, Vº Duque d'Enghien, XIIº Duque de Bourbon, Duque d'Albret, IVº Duque de Bellegarde, Duque de Châteauroux, VIIº Duque de Montmorency, IXº Duque de Guisa & Par de Francia, Marqués de Graville, XXIVº Conde de Sancerre y XXIIº Conde de Charolais, Señor de Chantilly (Hôtel de Condé, París, 29-07-1643 / Hôtel de Condé, París, 01-04-1709). Príncipe y representante de la rama de los Borbón-Condé, abrazó tempranamente la carrera militar y escaló los grados gracias a su pertenencia a la Casa Real Francesa: de brigadier de caballería pasó a mariscal-de-campo y finalmente a teniente-general, pero nunca obtuvo un mando real a pesar de figurar como un mando secundario y haciendo oficio de jefe de Estado-Mayor en el Ejército del Rhin, ya que ni el Rey Luis XIV como el ministro Louvois confiaban en su "cordura" y, aunque estaba desprovisto de talento en el oficio de las armas, nunca le faltó el arrojo y la valentía.

Hijo y heredero de Luis II de Borbón "el Gran Condé", 4º Príncipe de Condé, y de la sobrina del Cardenal-Duque de Richelieu, Clara-Clemencia de Maillé-Brézé, Duquesa de Fronsac, se casaría en 1663 con la Princesa Ana-Enriqueta de Baviera-Palatinado-Simmern, Princesa Palatina del Rhin (1648-1723), teniendo nada menos que diez hijos.

Príncipe anoréxico, deforme, juerguista, viciado y brutal, se presenta ante la posteridad como un notable desequilibrado mental. Capaz de todo por hacerse con el favor real, adula, acaricia, halaga hasta lo indecible, y llega incluso a reptar por el suelo para besar los pies de Luis XIV, con tal de obtener el más nimio de los privilegios que puedan emanar de la real persona. Su padre, el Gran Condé, pese a sus innegables taras mentales y sus enormes defectos, le prodiga un verdadero amor paternal y le perdona todas sus rarezas, por debilidad quizás. De todos modos, el entonces duque de Enghien y de Albret se nos aparece como una figura extraña y una de las más inquietantes.

Si en el ánimo del Rey hubiera otra cosa que el rango, por lo que toca al tema de matrimoniar a sus bastardas legitimadas, dudaría en confiar a una de sus hijas a semejante personaje. Y es que el heredero del Gran Condé está rematadamente loco, y más aún a sus horas que, con la edad, se convertirán paulatinamente en perpétuas.

En el castillo de Chantilly, creyendo firmemente que le han crecido alas de murciélago, ordena tapizar paredes y techos de sus gabinetes privados, en el temor que, estando en sus habitaciones, no le diera por revolotear y darse trompazos contra muros y suelos.

En su palacete de Versailles, le da por creer que una malvada hada le ha convertido en una planta, exigiendo en consecuencia que sus criados le rieguen con regularidad para no fenecer. Si aquellos se negaban a ejecutar sus ordenes, les propinaba tremendas palizas.

Cuando de repente le venían esas "manías", la domesticidad tenía que entrar en su juego para intentar hacerle regresar a la realidad; no existía otra solución que seguirle la corriente para que, finalmente, recapacitara y se calmase. Su gente lo sabe y rivalizan en habilidad para que esas situaciones no se salgan de madre. En su casa, su carácter desquiciante pasa por un pasajero momento de exaltación y de excesiva vivacidad.

Durante su adolescencia, comparte las aventuras de sus padres, metidos hasta la médula en la Fronda. Sigue a su madre en su loca aventura por provincias y ciudades, intentando provocar sublevamientos contra la autoridad del Cardenal Mazarino.

Aunque da muestras de cierta bravura desde temprana edad y durante las campañas militares de su padre, resulta impensable para el Gran Condé confiarle mando alguno vista su enfermedad mental, y pese a que tenga el título de mariscal de campo y luego el de teniente general. Más versado en las Artes que en la cosa militar, el Duque de Enghien y de Albret no se ilustrará en los campos de batalla sino en consagrar su tiempo en embellecer el castillo de Chantilly.

En 1663, recibe del rey Casimiro V de Polonia, el reino de Suecia y el gran-ducado de Lituania. Brigadier de caballería, se ilustra en el pasaje del Rhin, luego en Seneffe en 1674, participando también en las campañas de Flandes en 1693, siendo ya Príncipe de Condé.

LA FAMILIA



Su esposa y perpétua víctima, esconde sus moratones bajo sus cofias, y sus hijas, por temor y vergüenza, callan las humillaciones y malos tratos que les son infligidas por su padre. En la Corte, sus ocurrencias aterrorizan más que divierten. Los cortesanos bajan la mirada e intentan olvidar que ese pequeño y escuálido hombre se pone a aullar cuando Su Majestad se dispone a dormir, el cuello tendido y la boca deformada por el esfuerzo. Todos saben que, a la muerte del Gran Condé, su padre, él será el Primer Príncipe de la Sangre del Reino. Solo ante la presencia del Rey, el desgraciado consigue contenerse; la majestad del dueño de Francia fuerza irresistiblemente al respeto, imponiéndose incluso a su demencia. "Monsieur el Duque" (tal y como se le llama en Versailles), aúlla como un perro o un lobo, según la inspiración del momento, pero sin hacer demasiado ruido. El Rey le saluda con su habitual cortesía, sin que nada en su actitud denote que se haya percatado de su "payasada". Fuera de esa mágica presencia encarnada por Luis XIV, desgraciadamente, las extravagancias del príncipe no conocen límites ni se ven frenadas.

Que su inútil de hijo y heredero, el Duque Luis III de Borbón, sea el yerno de Su Majestad, no parece contentarle y le resulta urgente tejer nuevas alianzas para reforzar su posición en el epicentro versallesco. Sus hijas, casi enanas por sus diminutas tallas, son apodadas "las Muñecas de la Sangre" por la cuñada, la Duquesa de Borbón (hija de Luis XIV), pero...¿qué importa eso? Cuando se es una Condé, ¿acaso es necesario tener alguna virtud suplementaria?

LOCURAS



Un día se ordenó el cierre de las puertas de los jardines del Palacio de Luxemburgo, en París: echaron a los transeúntes porque al Príncipe de Condé, le vino la extraña idea de que se había convertido en un conejo y que sus criados debían darle caza.

Otro día, se creyó muerto. ¿Se necesita comer cuando se está muerto? obviamente no. Entonces el príncipe ayunó con aplicación y no hubo manera de convencerle para que comiese. Si no se hubiese encontrado un remedio, se habría dejado literalmente morir de hambre. Dos de sus ayudas de cámara, Girard y Richard, tuvieron entonces la mejor de las ideas: se cubrieron con sábanas blancas e irrumpieron de esta guisa en los aposentos del príncipe, uno haciéndose pasar por el difunto Mariscal de Luxemburgo y el otro por su abuelo. Tras una conversación sobre el país del Mas-Allá y de los difuntos, que el príncipe había venido a habitar junto a aquellos, le rogaron que se personase en casa del difunto Mariscal de Turenne, donde pensaban ir. Sorpresa enorme para el demente: ¿se come en el mundo de los muertos? Ciertamente si, sostuvieron los complices, y con mucho apetito. Encantado, pues en el fondo se moría de hambre, Enrique III Julio de Borbón, siguió a sus servidores disfrazados hasta los sótanos del Palacio de Condé dónde encontró.... al Mariscal de Turenne, encapuchado como sus invitados. Se sentaron en la mesa, comieron alegremente siendo servidos por todo un tropel de criados fantasmales cubiertos con sábanas blancas. Y, mientras duró esa convicción de estar muerto, la comedia prosiguió, consiguiendo que el príncipe tomase dos comidas al día con todos aquellos grandes personajes que había conocido y que ya no eran de este mundo.