viernes, 10 de octubre de 2014

EL VIº PRÍNCIPE DE CONDÉ



CONDÉ_VIº Príncipe de / 6ème. Prince de_Louis III de Bourbon-Condé, VIº Príncipe de Condé y Príncipe de La Sangre, XIIIº Duque de Bourbon, VIIIº Duque de Montmorency, Xº Duque de Guisa, Vº Duque de Bellegarde, VIº Duque d'Enghien y d'Albret & Par de Francia, XXVº Conde de Sancerre y XXIIIº Conde de Charolais, Señor de Chantilly (Hôtel de Condé, París, 18-10-1668 / Pont-Neuf, París, 12-03-1710 ?). Fue el nieto del "Gran Condé" y heredero de su casa entre 1689 y 1709 con el título de Duque d'Enghien, aunque en realidad se le conocía bajo el título de Duque de Borbón, ya que llevó éste casi toda su vida. Dedicado al oficio de las armas, fue agraciado con el rango de coronel del Regimiento Bourbon-Infantería (1686), ascendido a mariscal-de-campo (1690), luego a teniente-general (1692) y finalmente Gobernador de Borgoña y Gran Maestre de Francia a la muerte de su padre (1709). Luis XIV le concedió el honor de ingresar en la Orden del Espíritu Santo en 1686, sin embargo perdió el título familiar y cortesano de "Monsieur le Prince" a favor del Duque de Orléans convertido en Primer Príncipe de La Sangre y presunto heredero al trono como representante de la rama Borbón-Orléans, que ocupaba el 2º lugar en la sucesión a la Corona después de la rama primogénita reinante.

Se le conocía en la corte con el título de "Monsieur le Duc" (Señor Duque), por poseer el ducado de Borbón, siendo hijo del entonces Duque de Enghien y de Albret, Enrique III Julio de Borbón, futuro Vº Príncipe de Condé, y de la Princesa Palatina del Rhin Ana-Enriqueta de Baviera-Palatinado-Simmern.

En 1685, contrajo matrimonio con una de las hijas legitimadas del Rey Luis XIV y de la Marquesa de Montespan: Luisa-Francisca de Borbón, conocida con el nombre de "Mademoiselle de Nantes" (1673-1743), y de la cual tendría nada menos que 9 retoños; a destacar entre éstos: el futuro VIIº Príncipe de Condé Luis IV Enrique (también conocido como Luis-Enrique I de Condé), Carlos, conde de Charolais, Luis, conde de Clermont, y Luisa-Elisabeth.

Tiene por hermanos a Ana-Luisa, duquesa du Maine, a María-Ana, duquesa de Vendôme, y a Maria-Teresa, princesa de Conti.

Casado a sus 17 años, se convierte en 1686, a la muerte de su abuelo el "Gran Condé", en el presunto heredero de la Casa de Condé, con el título de duque de Enghien, teniendo 18 años. Participa en 1692 en la batalla de Steenkerque y, el mismo año, a la edad de 24 años, se convierte en padre.

UN MONSTRUO

Tan joven y con tan solo 17 años, se muestra increíblemente violento, colérico, brutal, morboso, con un mal disimulado apetito por el sufrimiento ajeno. Sin embargo, nada se dejó al azar para transformar en príncipe modelo al sombrío y secreto vástago de Enrique III Julio de Borbón-Condé, el demente, y de Ana-Enriqueta de Baviera-Palatinado-Simmern, la mártir. Sacado a los 7 de entre los faldones de las mujeres, siguió hasta los 15 las enseñanzas de los padres Jesuitas que, desde tres generaciones, forman a los herederos de la Casa de Condé. En su prestigioso Colegio de Clermont, poseía, como todos los internos, una habitación pero no residía en ella y se hacía llevar a clase dos veces al día. Le impartían lecciones de Historia Antigua y geografía, la grandeza de su país y su sitio en el Mundo, el latín, el griego, y algo de física. Nada de deporte, aún menos clases de música. Un secretario tomaba notas en su lugar, con tal de que los deberes no le cansasen ni le aburriesen. De vuelta al palacete del Petit-Luxembourg, donde residía su familia, encontraba prestos para secundarle en sus esfuerzos o para distraerle si así lo deseaba, a dos preceptores jesuitas, un profesor de caligrafía, un profesor de baile y cantidad de oficiales subalternos deseosos de prepararle sus deberes y cálculos. Tantas disposiciones aportaron, sin embargo, pocos frutos; el joven príncipe se encuentra a menudo aquejado de una salud delicada, siendo nervioso, irritable en exceso, y poco dispuesto a la concentración más allá de un momento sobre un mismo tema o materia.

Sus enfermedades y sus deformidades físicas le sirven de excusa para ser perezoso. Tiene los hombros desiguales, y le tuvieron que poner botines especiales ya que el peso de su propio cuerpo tendía a arquearle las piernas.

Se le perdonaban sus exigencias y su malignidad. Sus hermanas y sus criados se dejaban torturar por él sin atreverse a corregirle, sufriendo que les pegase, les escupiera todo tipo de insultos a la cara y que los maltratase tanto física como mentalmente. Tan solo respetaba a su madre, piadosa y dulce, noble en su desgracia, y a Monseñor el príncipe Luis II de Condé, su abuelo.

Si todas aquellas lombrices, que reptan a los pies del Rey Luis XIV, creen que irá en contra de su naturaleza para complacer a los poderosos, se equivocan. Siempre aparece en la corte con una actitud ostensiblemente hostil: se precipita con violencia a través de los salones y cámaras, partiendo a los grupos y asambleas como una proa desgarrando las aguas, sea entrando como saliendo de ellas, con riesgo de darse porrazos contra los que se cruzan en su camino, imparable. El enano ni siquiera tiene figura para comprar el perdón ajeno por su comportamiento incivilizado y exento de cortesía. Considerablemente más pequeño que el más enano de los hombres, aparece gordo sin ser obeso, la cabeza enorme, la faz nada agraciada, afeada y de semblante terrorífico, con un cutis amarillento, de un amarillo lívido, con expresión furiosa e infernal. Con esto, tan contrahecho... que tiene joroba tanto por delante como por detrás. Tan feo es que los cortesanos de Versailles le apodan "el Simio Verde". Tiene una cara que delata sus vicios, y sus maneras son más propias de un convicto que las de un príncipe. Resulta su semblante tan repulsivo, y su carácter tan insufrible, que ninguna dama en su sano juicio, por mucha gloria que conllevase unirse a él, desearía vivir bajo su dependencia. Provocaba el temor y el asco, más que el respeto en sus interlocutores. Dicen que es ciertamente orgulloso, audaz, con ingenio, con lectura, algunos restos de una excelsa educación, de buenas maneras y alguna que otra gracia cuando quiere. Pero la maldad exhala por todos los poros de su cuerpo, como el sudor baña la frente del moribundo, y el mundo no se fía de él. En París, las prostitutas le temen más que la propia sífilis. Insultos y crueles comentarios salen a borbotones de su boca, para divertirse y para complacer su enorme orgullo que no parece tener cabida en su cuerpo. Azota, muerde, araña, gustando mezclar el olor de la sangre con la de sus eyaculaciones. Su ferocidad pasa por ser una virtud de su grandeza, y su cualidad de príncipe de la Sangre le protegen mejor que cualquier coraza. El Rey jamás dejará que arrastren a su yerno ante un tribunal. Que violase o asesinase en plena calle, se daría pronta orden para acallar el asunto y cerrar el caso. Tan solo se enfrentaría a una real reprimenda o a un breve exilio en sus tierras. Cuando el Rey no requiere de su presencia, reside en su castillo de Saint-Maur, donde se estableció a partir de 1694, para huír del agobiante mundillo de Chantilly. Allí reinan golpes, malos tratos, insultos, y hay que acostumbrarse o cambiar de protector...

EL ASESINO

De hecho, viola y asesina, no en plena calle, pero si a plena luz del día. Un día, en el burdel de La Chevalier, las complacencias de una putita no parecieron contentarle; sacudió a la chica, propinándole una paliza para reblandecerla y volvió a cabalgarla. Pero la cosa no pareció ir a su gusto; la prostituta tenía el temperamento tan generoso que, en ella, el duque no parecía sentir nada:


"Ah! esto, descarada, de dónde sacas esta gruta en la cual uno se pierde? Tu empleo consiste en calentar y alentar los ardores, y tú los ahogas en una marisma! Sabes tu lo que cuesta el no satisfacerme?"
Y la chica palidece bajo el violento carmín que maquilla sus mejillas: "Mi Señor, por Dios..."

Y el enano, transfigurado en un demonio liliputiense con rictus sardónico, empezó a vomitar insultos mientras ella, que aún no tenía 15 años, le miraba totalmente petrificada. Blasfemando, babeando como un animal rabioso, desgarrando cojines y dispersando las plumas, parecía cual zorro destrozando un gallinero. Ese enano contrahecho, de color limón podrido, el culo al aire bajo su corta camisa, las piernas lívidas, pastosas, el vientre hinchado y los pies como garras, gritó: "Ningún perdón para las malas obreras! Voy a educarte a mi modo!"

Al Duque de Borbón siempre le gustaba encanallarse en compañía, siempre temeroso de que le diera un patatús ya que solían darle a menudo, y por eso exigía que hubiese gente a su alrededor en sus momentos más íntimos. Así que sus dos comparsas, que andaban trajinando tranquilamente con sus respectivas putillas en los dos divanes dispuestos en los ángulos de la habitación, tuvieron que detenerse y atender a las órdenes del príncipe: "Agarrad fuertemente a esta señorita! Lo que pienso meterle, al menos, ella lo notará!"

Y el duque metió en la vagina de la chica, prontamente atada de pies y manos a las columnas de la cama, un enorme petardo con la mecha encendida. La desgraciada lo notó tan bien que reventó, aunque le hicieron falta tres largas horas para rendir su último aliento, el vientre reventado y vaciándose de toda su sangre.

Sin inmutarse, el yerno del Rey, encantado de su fechoría sangrienta, regresó a Versailles para acostarse con su deliciosa esposa, festejando al día siguiente su 18º cumpleaños y su primer aniversario de boda. El asunto tuvo una escandalosa repercusión, hasta llegar a oídos del propio monarca...

LA BODA



Los Condé habían apostado y puesto sus esperanzas sobre Luisa-Francisca de Borbón, Mademoiselle de Nantes, hija legitimada del Rey, desde que el Príncipe de Conti se casara con su hermana, Mademoiselle de Blois. Luis III de Borbón tiene entonces 17 años cumplidos; su inclinación por la mala vida es tan notoria que, si se espera demasiado para casarle, acabará por perder toda reputación y el Rey desestimará su candidatura. De este modo, Luis II, Príncipe de Condé, asedia al monarca tan estrechamente como si la salvación del Reino dependiese de su aprobación. Su insistencia, sus buenas maneras, sus halagos, su servilismo dan mucho de que hablar en la corte. Parece que el tiempo en que los príncipes altaneros intentaban desbancar las prerrogativas del Rey, haya pasado a mejor vida... Obviamente, el "Gran Condé" esperaba borrar, mediante este matrimonio, la mala impresión que el recuerdo de la Fronda ha dejado un poso amargo en el ánimo del Rey.

La prometida mira asombrada al hombre con el cual le acaban de casar. El Duque Luis III de Borbón bizquea de un ojo y, bajo el otro, una enorme verruga peluda ha aparecido. De asco, la joven princesa se sobresalta, soltando la mano del marido. En el gesto, cae de su 4º dedo el anillo de oro cincelado, se desliza, cae en la alfombra y rueda sobre el pavimento de mármol de la capilla. Los murmullos estallan entre los presentes. Sacerdotes y servidores se precipitan sobre la alianza cual halcones sobre su presa. Luis III retoma la mano furtiva y, deslizando sus dedos hasta la muñeca, más arriba aún, bajo las mangas de encajes, pellizca el brazo de la novia hasta amoratarlo. Luisa-Francisca intenta apartarse sin llamar demasiado la atención de los demás; pero él la retiene con fuerza. Enormes lágrimas en sus ojos, la princesa se muerde los labios en un intento para no gritar de dolor. Luis III, con un rictus en los labios, de su mano derecha le pasa el anillo.

La noche de bodas no será más que una comedia. La flamante Duquesa de Borbón aún es una chiquilla, una niña. Tras la ceremonia religiosa, todo el mundo tiene que asistir a un concierto y, luego, asistir a la Cena del Rey. Se ha dado orden que no se consuma el matrimonio inmediatamente: habrá que esperar a que la hija del Rey cumpla sus 13 años, a menos que sus primeras menstruaciones aparezcan antes de lo esperado. Desflorar a una cría no es nada, pero someter su cuerpo a los rigores del sexo antes de que pueda procrear, la dejarían estéril. Se recomienda al novio la abstinencia. El duque se desnudará en el salón del Gran Apartamento, al final de la galería. Su Majestad le entrega la camisa de dormir y, de pasada, constata con estupor sus deformidades. De acuerdo con su nuera, la Delfina, el Rey y ella llevan a los novios hasta la cama nupcial. Se echan las cortinas, se cierran las puertas para, enseguida, reabrirlas, sacar a los recién casados del nido y llevarlos, cada uno por su lado, a sus respectivos aposentos.

La unión no se consumaría hasta 1686, pero una epidemia de viruelas hace estragos entre cortesanos y príncipes. No pudiendo llevarse a la Princesa de Conti, la Muerte se venga llevándose a Luis-Armando I de Borbón, Príncipe de Conti. A punto de fallecer estuvo también la Duquesa de Borbón, contagiada de viruelas. Para evitar cualquier contagio, su marido rehuye su habitación y no se quita jamás el pañuelo que aprieta bajo sus narices. Durante el día sale de cacería para combatir el contagio con el aire puro y el esfuerzo físico. Es su abuelo quien cuidará de ella, y quien caerá víctima de viruelas... La Duquesa de Borbón escapará de las garras de la Muerte.

MILITAR Y CORNUDO



Luis III de Borbón se distinguirá durante las batallas de la Liga de Augsburgo, y en particular en Steenkerque y en Neerwinden.

En 1692, en la batalla de Steenkerque, da muestras de valía: es él quien dispondrá las tropas en orden de batalla, contribuyendo al éxito de las tropas del Mariscal-Duque de Luxemburgo. Pese a esa mención, y a su retorno a Versailles, los honores de la victoria honran a su primo, el Príncipe de Conti. Éste tiene a todas las damas a sus pies, incluída la esposa de Luis III de Borbón. Celoso, este último deja preñada, año tras año, a su esposa para disuadirla de tener amantes. Los rumores circulan... Francisco-Luis de Borbón-Conti parece haber obtenido algún que otro encuentro con la Duquesa de Borbón. Dado que no puede capturarle y someterle a tormento, ordena a sus numerosos espías que le sigan de cerca noche y día...

LA MUERTE

Luis III poseía todas las cualidades necesarias para dejarle entrever su porvenir y el de sus hijos, en la mayor de las esperanzas: el rango, el genio militar, el gusto por los asuntos públicos... Su esposa decidió entonces acercarle al Delfín. Poco a poco, parecía dibujarse la figura del próximo reinado, y sonreír a los Condé. Luisa-Francisca pensaba gobernar al Delfín y, gracias a esa influencia, su marido podría hacerse con el control de los ejércitos y del Estado. Era, desde luego, contar sin la Parca.

Desde hacía dos años, un tumor venía devorándole el cerebro, provocándole insufribles e indescriptibles migrañas oftálmicas hasta el punto de querer arrancarse los ojos. Perdió gusto por sus bacanales subidas de tono, y cada vez parecía menguar su razonamiento. Durante un tiempo, para contentar a sus médicos, se avino a tomar únicamente leche de vaca, cinco veces al día, y un día a la semana leche de burra. Pero se asqueó a fuerza de vómitos y volvió a sus comidas habituales.

Fallecería en pleno carnaval, haciendo horribles muecas, mientras cruzaba el Pont-Neuf en su carroza, el 12 de marzo de 1710*. Un año atrás, su demente padre había pasado a mejor vida, convirtiéndole en el 6º príncipe de Condé. Viuda la Duquesa de Borbón, se encuentra finalmente libre y con ganas de llevar adelante sus intrigas para alcanzar el poder a través de su hijo y heredero.

(*)_Distintas fuentes dan distintas fechas de su fallecimiento. Unas lo sitúan el 12 de marzo, otras el 4 de mayo, y el 11 de octubre.

 


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